Volver al Hombre del Mañana

Me es imposible ser preciso, pues desconozco la fecha en la que se publicará este texto, pero hace poco se estrenó una nueva película de Superman (Superman a secas). Esta versión del Hombre de Acero está escrita, dirigida y producida por James Gunn, un tipo que no solo hizo algunas de las mejores películas del Universo Cinematográfico de Marvel (UCM) (si somos honestos, no es mucho), sino que ahora se lanza a la carga como director artístico y ejecutivo de un nuevo universo cinematográfico de DC con varios proyectos bajo su ala (ya había hecho The Suicide Squad en 2021, la serie Peacemaker en 2022 y Creature Commandos en el 2024). Siendo sincero, si bien amo a algunos de estos personajes, no podría importarme menos estos pretendidos “universos” que de cinematográficos no tienen nada, ni me gusta particularmente el género superheroico de carne y hueso. A pesar de todo, dentro mío había un niño entusiasmado por encontrarse al Hombre del Mañana, uno que esperaba que, después de tanto tiempo, ese grandote torpe y bonachón se sacara la camisa para mostrarle a todos que podía ser, al mismo tiempo, un periodista macanudo y el héroe más grande del mundo.

Tras ver la película tuve una sensación muy fuerte: fuimos muy severos con Superman (el personaje). En este espacio lo hemos criticado duramente por su adhesión a los ideales norteamericanos que, como bien sabemos, son una farsa absoluta. Otros lo han criticado por ingenuo, por estúpido, por no tener sentido. Lamentablemente, ambas afirmaciones son tan populares como erróneas.

Para hablar del kryptoniano hay que, primero, hacer un poquito de historia. La relación del boy scout azul y la gran pantalla comenzó, por supuesto, en 1978 cuando Cristopher Reeve se calzó la capa, los calzones rojos y la “S” bien grandota en el pecho. Si bien otros personajes abandonaron los barrotes de las viñetas para materializarse en la pantalla grande (el más famoso fue Batman en el 89’ de la mano de Tim Burton), no invento nada cuando digo que el “cine” de superhéroes se convirtió en una tendencia verdaderamente imparable en el siglo XXI. La trilogía de Spider-Man de Sam Raimi, el Batman de Cristopher Nolan, los X-Men de Brian Singer y, por supuesto, el leviatán que hoy en día es el UCM, volvieron carne a un fenómeno que hacía casi un siglo que estaba preso del papel y la tinta.

Hoy en día la hegemonía de este género es inobjetable: hace años domina la taquilla de los cines (a pesar de un natural derrumbe post-pandémico y cierto agotamiento generalizado), se expandió considerablemente en el negocio del streaming y decenas de series inundan los catálogos de las principales plataformas (Marvel en Disney+ y DC en HBO Max). Inclusive, ha dado a luz tanto a películas que se pretenden de “autor” como (otra vez) la trilogía de Batman de Nolan y el díptico de Joker de Todd Phillips, y más recientemente parodias y deconstrucciones que son tanto o más populares que las obras que critican como, por ejemplo, la serie live action The Boys y la animada Invincible (ambas de Prime Video).

El UCM sedimentó una línea discursiva y estética que, me parece, fue clave para la conformación y consiguiente estandarización de este fenómeno: si bien los personajes son “super”, habitan nuestro mundo. Éste paradójico rechazo a la fantasía (¿Qué puede ser más fantástico que un “super”?) devino en extensas explicaciones pseudocientíficas de los poderes y habilidades de los personajes, un look militarizado en los trajes, plagados de colores con tendencia al gris y al negro, totalmente alejados del ridículo y simpático colorinche de los cómics, y también (y más fundamentalmente) en personajes de una naturaleza más cínica, descreída de los valores morales tradicionales de los superhéroes clásicos (verdad, justicia y…), sin tantos escrúpulos a la hora de actuar. En fin, estas decisiones apuntaban a dotar de “seriedad” a un género que no la tenía, todo en pos de su comercialización masiva por fuera de un público infanto-juvenil. Por supuesto, los perversos empresarios tuvieron éxito. Película tras película, el color de los super desaparecía y, en cambio, se iban transformando en soldados ideológicos de un hambriento imperio bursátil que, desesperadamente, necesitaba expandirse. El nuevo mundo parecía haber abandonado a aquellos héroes que lo habían creado.

¿Y nuestro grandote preferido? ¿Dónde quedó? A pesar de ser el superhéroe más grande y famoso de todos, el Hombre de Acero no gozó de tanto éxito en este periodo y fue reemplazado por Batman como la cara visible del mundo de DC. No es difícil darse cuenta de que el kryptoniano representa todo a lo que el UCM y los superhéroes contemporáneos se oponen: es inocente, bienintencionado, optimista, se viste con colores llamativos (con los calzones por fuera) y no tiene conflictos internos o “psicológicos” significativos. Por ese motivo, Superman fue castigado y vilipendiado. No solo sufrió de adaptaciones atroces que pervertían fundamentalmente sus principios (las películas de DC de Zack Snyder y todo lo que salió de la saga de Injustice), sino que además en su lugar surgieron una serie de personajes que buscaban reírse de él, darlo vuelta: era imposible que un ser todopoderoso fuese genuinamente bondadoso. Así nacieron Homelander de The Boys, un dictador ególatra cuya capa es la bandera de los EEUU, y Omni-Man de Invincible, que en apariencia es benevolente pero que resulta ser un soldado en una misión de conquista galáctica.

Entonces ¿Qué pasa? ¿Para qué seguir insistiendo con un personaje que claramente ha fracasado?

James Gunn y su equipo creativo entienden algo muy bien: la “S” es de esperanza, y nuestro mundo, que está sumido en el caos, necesita esperanza.

Desde los aspectos más superficiales de la película, una cosa es notoria: la fantasía reina. A lo largo de todo el metraje hay un desfile interminable de personajes extravagantes y monstruos inexplicables (¿Una marca de autor?), figuras que, tal vez, no son tan conocidas fuera del mundo del cómic. El reparto no se compone de Batman y Wonder Woman, no, sino por Guy Gardner (uno de los linterna verde menos queridos), Hawkgirl, Mr Terrific, Metamorpho, etc.

Esta decisión se profundiza en algunas decisiones estilísticas en los looks de los personajes. Después de mucho tiempo, Superman usa los calzones rojos por fuera, lo que, aunque su traje no se entregue al ridículo, es una victoria significativa. Por otro lado la “Justice Gang” (una especie de proto Liga de la Justicia que es financiada por el misterioso millonario y rival de Lex Luthor, Maxwell Lord) se viste de cuero con patrones estilizados, sin entregarse por completo al superheroísmo desvergonzado. Mientras que los soldados al servicio del maligno Lex Luthor visten todos negro y parecen el Soldado de Invierno, la Viuda Negra o alguno de los grises héroes del UCM: “tácticos”, fríos y olvidables.

Parece contradictorio pero esta innegable adhesión a la fantasía le permite acercarse sin miedo a situaciones muy reales. Lo que sigue no es spoiler porque forma parte del planteo del conflicto. Pero, en la película, Superman es muy cuestionado por detener la ocupación de Jarhanpur, un país pobre e indefenso, en manos de Boravia, una nación con más recursos que es aliada de los EEUU. Muchos leyeron esto como una alegoría del genocidio palestino pero, si bien es inevitable trazar paralelismos, la verdad es más inocente pero no por ello ingenua. Es la postura del kryptoniano defender a los más débiles, corregir injusticias ¿No aplica para una cruel invasión? ¿Por qué la línea está clara cuando un delincuente le roba la cartera a una abuela pero no cuando un ejército se dispone a masacrar civiles? Aunque todos a su alrededor lo quieran hacer dudar y lo cuestionen (desde Lois Lane hasta la Justice Gang), este Superman lo tiene claro: la vida es lo más importante.

Esta es la postura más polémica de la película, así como su mayor triunfo. Superman, sin esforzarse demasiado, nos conduce por un camino que habíamos olvidado. Sin darnos cuenta, la película termina y nosotros, que no somos de fierro, salimos sonriendo como unos nenes. Creemos, tal vez ingenuamente, en que en este mundo hay lugar para la justicia. Que los buenos actos de uno pueden inspirar a otros. Que lo más importante es nuestra humanidad compartida.

Sin embargo, y tras esta apasionada defensa, tengo que decir que tengo mis grandes reparos con la película.

Soy un tipo sencillo, cuando un maestro habla yo escucho. En su momento, el gran Martin Scorsese fue atacado por una caterva de descerebrados, pero cada nueva película, cada nueva serie y cada nuevo producto audiovisual que ve la luz del día le da la razón: esto no es cine. No lo es por razón del lenguaje. Superman (y por añadidura la gran mayoría de películas del género)  no habla cine, no piensa como cine y no se comporta como cine. Es una película, sí. Tiene planos, escenas, actores, un director, sí. Pero no es cine.

Anuncio con total desdén que ahora vendrá una de esas cosas a las que los novatos les dicen SPOILER. Si usted no vio la película y no quiere enterarse del final no siga leyendo. Considérese advertido.

En una de las últimas escenas de la película, nuestro héroe enfrenta finalmente a Lex Luthor. El multimillonario, al borde de las lágrimas, reconoce que todo lo que hace es fruto de la envidia y del odio que le tiene al Hombre de Acero por su condición de alienígena superpoderoso. Acto seguido, y en el momento más importante de la película, nuestro héroe le explica enardecido que, a pesar de haber nacido en Kryptón, es tan o más humano que él debido a sus emociones y su crianza. Este momento sería verdaderamente maravilloso de no ser porque el reflejo enceguecedor del sol se interpone intermitentemente entre el conmovido rostro de David Corenswet y la cámara. Cualquier emoción que pretendiera transmitir la escena se ahoga en esa decisión estilística. Las lágrimas del ser más poderoso del planeta son eclipsadas por un sol molesto y cargoso que busca robarnos las palabras “linda fotografía” de nuestros labios.

Este tipo de impericias técnicas plagan la película (de los diálogos mejor ni hablemos), atoran y embarran sus (buenas) ideas, arruinando así cualquier posible búsqueda artística ligada con el cine. Superman, como la gran mayoría de obras del género, está más preocupada en ilustrar una historia que en narrarla. Está llena de imágenes mudas, cuya expresividad visual y artística fueron cercenadas violentamente.

En este sentido, los héroes de los cómics corren con ventaja en su mundo de viñetas, tinta y papel, pues sus autores ven y tratan a su medio por lo que realmente es: un arte. Si bien obras como Kingdom Come (Waid y Ross) y All-Star Superman (Morrison y Quitely) son loadas por su genial escritura (merecidamente), es indudable que son sus imágenes las que han quedado grabadas en las retinas de miles de lectores ¿Y por qué no debería ser así? Al fin y al cabo el cómic es un medio principalmente gráfico. El cine por su parte, es un medio audiovisual, y si bien el guion es muy importante, no lo es todo.

A Superman le falta imaginación, le falta riesgo y le falta pericia. No alcanza con hacer desfilar personajes simpáticos bien caracterizados, no alcanza con tener ideas bienintencionadas. Para hacer Cine no basta con entretener.

En la del 78’, la de Reeve y Donner, los consejos de Pa Kent resonaban con profundidad no porque estuviera interpretado por el grandísimo Glenn Ford o porque muriese al principio o porque eso dictase la lógica del guion y de la historia, sino porque las escenas en Kansas estaban filmadas con nostalgia y con cariño. Smallvile, siempre cálida, cercana y humana, no era un mero escenario o un fondo para poner en la escena, era un lugar real, un pueblo tan de los Kent como lo es tuyo y mío. Esto, después, contrasta con la fría Fortaleza de la Soledad, alienígena, kryptoniana, el lugar donde Clark Kent se transforma en Kal-El: poderoso sí, pero solitario (por algo su nombre). El “super” y el “man” representados visualmente.

Frente al centenar de viñetas inolvidables ¿Qué tiene está película para mostrar?

Lamentablemente, no mucho. A Superman y a James Gunn les falta mucho para poder volar, pero la “S” es de esperanza y eso es lo último que se pierde.

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