Dios bendiga tu fusil

Cedo y vomito sobre el mar.

Me sobresalto cuando siento la mano de Héctor sobre mi hombro. Lo miro avergonzado de mí mismo y me apresuro a recomponerme.

—No pasa nada —me dice, cosa que me hace sentir un estúpido—. Es normal la primera vez. Pero agarrate bien las tripas, porque si así te pegó entrar a la niebla, no sabés lo que va a ser cuando estemos en el bote.

Camino detrás de Héctor y saltamos al pesquero, amarrado en el extremo final del muelle. Es un bote pequeño, con una cabina diminuta y una cubierta ocupada por redes, sogas y un par de salvavidas. En el casco, en rojo, se lee: «Ruth». Junto al nombre, un símbolo que no reconozco.

—¿Cómo hacés para navegar acá?—le pregunto, genuinamente preocupado—. No se ve un carajo.

—Silencio —me susurra—. Hablar es de mala suerte.

Obedezco sin más, aunque no menos preocupado. Héctor tira un par de veces de la correa del motor hasta hacerlo cobrar vida. Me señala el poste al que está amarrado el bote y me apresuro a desatarlo. Después me siento en la cubierta y me quedo viendo cómo el muelle se aleja, despacio, hasta ser consumido por la muralla blanca. La sensación es inexplicablemente terrible.

Una vez la costa y el muelle quedan atrás, sólo rodea al bote el tejido espectral de la bruma. Lo siento entrar en mis fosas nasales, como el vapor de la ducha. De pronto noto que estoy transpirando. Me pongo de pie y me acerco a la cabina para averiguar cómo se navega en estas condiciones.

Héctor mantiene una mano en el timón mientras sostiene lo que reconozco como una brújula nevoanáutica. Su aguja roja convulsiona, rebota de un lado a otro describiendo un recorrido de 180 grados. El viejo me explica que hay que ubicar el punto medio del semicírculo para saber dónde está el norte.

—Sólo sirve cerca de la costa —me dice, siempre entre susurros—. Veinte, treinta kilómetros mar adentro ya deja de ser efectiva.

Un rosario cuelga del techo de la cabina. Está enganchado a un tornillo que, a su vez, sostiene una retrato viejo, sepia, de una mujer en sus treinta. Sobre el tablero, entre las palancas, hay una pequeña radio portátil que guarda silencio. Su antena está inclinada a 90 grados, apuntando hacia el rompeolas. A su lado, un cuchillo de carne.

—Cuando la brújula ya no sirve, se usa la radio. No es un método muy efectivo, pero funciona si estás atento. De nuevo, bien adentro de la niebla deja de servir.

—No entiendo. ¿Cómo funciona?

—Igual que una brújula. Hay ciertas frecuencias que llegan con más nitidez. O por lo menos se entienden. Son mensajes aislados, de cualquier punto del mundo y de cualquier época, como cualquier señal que agarrás en el mar, bah. Pero si la antena apunta, digamos, al corazón de Dolores se escucha clarito, casi perfecto.

—¿Cómo sabés que apunta al centro de Dolores? No se sabe dónde queda.

Héctor se encoge de hombros y le da una seca al cigarrillo.

—No sé. ¿Qué importa? Apunta hacia algún lado, y por alguna razón se escucha con claridad. Si no es hacia el centro, ¿entonces hacia dónde?

Lo dice de una manera tan convincente que me quedo callado, aunque la explicación todavía no me cierra. No hay ningún mapa de ningún tipo en la cabina, como para saber dónde piensa Héctor que queda el centro geográfico de Dolores. Pero lo veo mirando por el cristal, con expresión relajada (a pesar del tic nervioso que inquieta su mejilla), como quien ha navegado estas aguas miles de veces. Pienso que, de alguna manera, siempre es capaz de encontrar el muelle, así que quizá su teoría de la radio es cierta. Aunque su explicación sea poco más que delirante.

No sé cuánto tiempo llevamos navegando (la brújula todavía funciona, así que debemos estar cerca de la costa). 

—Si acá no se pesca nada, ¿por qué seguís haciendo esto? Algo tenés que pescar.

—Susurrá, te dije. Y, sí, algo, de vez en cuando. Pesco para mí, más que nada. Muy pocas veces consigo suficientes peces para vender —su tono es triste. Guarda silencio unos segundos y agrega, con ánimo autoimpuesto: Pero se gana bien, se paga bien, porque todo esto se tiene que importar de Chile.

Miro el indicador de combustible del tablero. Menos de cuarto de tanque. Hace tres meses que el gobierno nacional suspendió la venta de combustible. Leo entre líneas, o capto las frecuencias silenciosas: este es uno de sus últimos paseos en altamar. Hace años que no pesca nada: ni para él ni para nadie. Y no podrá pagar el combustible cuando se levante el bloqueo. 

Su mano tiembla mientras sostiene el cigarrillo. Hace un esfuerzo enorme para sostenerlo entre sus dedos artríticos. Lo que veo es la carcaza de lo que alguna vez fue un hombre fuerte. En sus ojos se refleja una melancolía inmensa, tan arraigada dentro suyo como un tumor cerebral. Héctor está de retirada, y lo sabe.

—Fijate —me dice después de un rato en silencio. Enciende la radio portátil. Una cacofonía de interferencias, voces incomprensibles y melodías distorsionadas sacuden la membrana del parlante. El ruido se me hace insoportable. Es muchísimo peor que en la superficie— Aguantá un poco. Ya lo vas a escuchar.

Acepto. Me estoy poniendo de mal humor. No sé qué tengo que escuchar, pero achino los ojos y tolero el tsunami que entra por mis oídos. De pronto lo detecto: durante menos de tres segundos, un sonido claro, libre de interferencias. Es la voz suave, tranquila de una mujer. No sé qué dice, pero me parece que es portugués. El ruido la interrumpe y, de pronto, la cacofonía regresa. Abro la boca para preguntar qué fue eso, pero Héctor me hace callar levantando el índice. Al cabo de un rato, otra voz limpia irrumpe en medio del caos. Esta vez es un hombre hablando en francés. La porte sera toujours ouverte. Su tono es igual de calmo que el de la mujer. Ahora sí hago la pregunta:

—¿Qué mierda es eso?

—Voces —responde sin más, como si fuera obvio.

—Sí, me imagino que sí, son voces. ¿Pero de dónde? ¿Por qué tan claras? ¿Vienen del centro?

—No. Todavía no estamos tan lejos de la costa como para usar la radio de brújula. No, eso que escuchaste son Las Voces, así se llaman. No se sabe de dónde vienen, ni quiénes son, ni desde cuándo transmiten. No vienen del centro porque se siguen escuchando si muevo la antena.

Hace exactamente eso, para demostrarlo. Nos mantenemos callados un rato y, de nuevo, otra voz masculina, relajada, hablando en francés. El fenómeno me parece fascinante.

—Son voces del futuro —me explica Héctor con sencillez mientras se prende otro cigarrillo. No sé si deja las explicaciones a medias porque quiere que le pregunte o porque está convencido de que todo el mundo sabe eso. A fin de cuentas, ¿qué sabré yo, sanjuanino, de lo que pasa en la costa argentina?

—¿Cómo que voces del futuro?

Héctor no responde, se limita a mover su mano en el aire mientras murmura algo que no entiendo. De pronto apaga la radio de un manotazo, cosa que me sobresalta. 

—¿Todo bien? —Le pregunto, pero no responde. Sigue murmurando algo para sí mismo—. Ya tendríamos que volver. Tengo que estar en otro lado.

—No se puede —responde. Mueve una palanca y siento que el bote avanza más rápido. Observo la brújula nevoanáutica. La aguja ya no rebota a 180 grados. Poco a poco su recorrido se expande.

—Héctor, volvamos. Dale.

—No podemos. La tengo que recuperar.

—Héctor, no, volvamos —intento darle autoridad a mi voz, pero no puedo esconder un temblor.

Algo entiendo de sus murmullos:

—Yo le dije que no teníamos que hablar. Pero no escucha. Es un pelotudo y no escucha.

Distingo cómo sus ojos se posan, inquietos, en la fotografía de la pared y en la radio apagada. No mira hacia el frente. Me preocupa que nos estrellemos contra una roca o un barco. Pero me asusta más el repentino cambio en la conducta de Héctor. Empiezo a considerar noquearlo de un golpe. Hago especulaciones rápidas: no falta mucho para que la brújula se vuelva inutilizable. 

—¡Héctor! —Le grito mientras lo quito del tablero agarrándolo de los hombros—. ¿Qué mierda te pasa? Volvamos ahora, dejate de joder.

Héctor me saca de encima de una trompada en el ojo que, mientras escribo esto, todavía duele.

—¡La voy a recuperar! —Me grita mientras todavía intento recuperar la visión. Cuando logro enfocar, lo veo apuntándome con el cuchillo, que tiembla al ritmo de su mano— Andá afuera. Dale. ¡Dale, caminá!

Su voz tiembla. No lo guía tanto la furia como el miedo. Yo, disculpenme, estoy cagado en las patas. Atino a alzar las manos y retroceder despacio hacia el exterior de la cabina. La llovizna me provoca un escalofrío. Héctor camina ante mí, manteniendo su cuchillo en alto. Mi talón choca contra el borde del bote y casi caigo hacia atrás.

—Saltá —me ordena—. Es la única manera. ¡Así lo exige Dolores, carajo!

Voy a justificarme. Con el diario del lunes sé que podría haber resuelto esto de otra manera. A fin de cuentas, me enfrento a un anciano débil. Podría haber empezado preguntándole qué es lo que quiere recuperar. La mujer de la foto y el nombre del bote me dan una idea. Pero estaba asustado. Y completamente solo. Ruth, el bote, avanza a toda velocidad a través del tejido brumoso y no puedo ver la brújula. Hasta donde sé, ya es inútil. Así que trato de tragarme los nervios y el miedo y avanzo ante Héctor. Golpeo su mano con fuerza y lo hago soltar el cuchillo. Después le meto una trompada en la nariz que lo hace caer de espaldas. La sangre brota de sus fosas nasales. Retrocede, desequilibrado, y su cabeza choca contra el tablero de la cabina. No tengo tiempo para entrar en pánico: corro hasta él y compruebo su pulso. No lo maté. Héctor está vivo. Repito, con motivo legal: Héctor todavía respira cuando le tomo el pulso el sábado 1 de julio de 2027 alrededor de las 16. Firmado: Santos Flores.

Aparto el cuerpo inconsciente y compruebo la brújula nevoanáutica. El recorrido de la aguja casi describe un círculo. Ruth se mueve hacia el este, así que sólo tengo que encontrar la forma de girar en 180 grados. Miro el tablero. Atino a bajar la palanca con la que Héctor aceleró antes y me da la sensación de que nos movemos más lento. Bien. Ahora el timón. ¿Qué tan difícil podría ser, no? Lo sujeto con ambas manos y simplemente lo giro a la izquierda.

Ruth se inclina a estribor con violencia. El rastro en el mar describe una curva espumosa. Por un momento estoy convencido de que el bote se va a dar vuelta. Debería haber bajado más la velocidad, probablemente. Compruebo la brújula e interpreto que ya estoy apuntando hacia el oeste, así que enderezo el timón. El giro me genera náuseas y no puedo evitar volver a vomitar.

Me relajo y espero. Miro a Héctor, que duerme en el suelo de la cabina. Después me fijo en la foto de la mujer. La saco de su sitio y miro el dorso, donde se lee:

 Ruth Disanti, 9-5-1982 – Héctor: Dios bendiga tu fusil y te haga volver a salvo

No me hace sentir mejor. 

Me prendo un cigarrillo y me acomodo sobre el timón. El bote se abre paso a través de la niebla, quién sabe si se dirige directo hacia una roca que abrirá un agujero en el casco y hará que nos ahoguemos. Reviso la brújula y me alivio al ver que las convulsiones de la aguja se han relajado un poco. Me estoy acercando a la costa.

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