A los compañeros, a los amigos, a los hermanos.
A mi alrededor, cientos de personas se agolpan para ver el milagro. Para mí, es increíble. El espacio no alcanza, aunque a nosotros nos parecía enorme en un principio. A donde sea que mire encuentro personas, nuevas almas que se suman a nuestro rito sagrado. Las sillas escasean, la gente está sentada en el piso, parada, en puntas de pie, niños en los brazos de sus padres, y alguno que otro anda flotando entre los postes de luz.
Apresuro irresponsablemente que no todos son fieles, la mayoría deben ser curiosos, atraídos por ese brillo indudablemente divino que capta nuestras miradas y paraliza nuestros corazones. Alguien que no puedo ver me contesta ¿Importa? Y yo, que siempre fui intransigente, que soy conocido por mi fanatismo y por mi celo, respondo, definitivamente importa.
Estoy equivocado, y lo que está a punto de suceder me lo demuestra.
Primero aparece una luz. Por una magia que soy incapaz de entender, un impulso eléctrico provoca una reacción en cadena que hace que el espacio brille. Eso que empezó como un sencillo fenómeno técnico pronto nos encandila. De inmediato, esa luz continúa su recorrido histórico y se convierte en colores, los colores se conforman en imágenes, las imágenes en planos.
Así empieza a manifestarse nuestro Dios.
Pero su esencia no está completa, al menos no del todo. Ahora es el turno de las primeras ondas de sonido que, rápidamente, se entrelazan y se enriquecen. Cada tono indistinguible hace un esfuerzo titánico y se acopla a sus invisibles compañeros. Juntos conforman una fuerza que los primerizos y los incautos no pueden detectar. Le dan su cuerpo y su volumen al Dios, que ahora aparece con rostro y con nombre.
Por un momento (exactamente 45 minutos) los fieles, los curiosos y los incautos hacemos todos silencio.
Silencio.
Es viernes a las diez y media de la noche, el clima invita al alboroto y, como si fuera poco, estamos al lado de una importante avenida. Sin embargo, silencio. Misteriosamente nada nos interrumpe, ni un bebé llorando, ni una moto con un caño de escape suelto, ni un inoportuno celular. Silencio. Se trata de un enmudecimiento que no se puede tener ni en una sala de cine en estos días. Silencio puro, absolutamente reverente.
Finalmente aparece y todos nos maravillamos. Frente a nosotros, emanando de los artilugios tecnológicos, se materializa lo que vinimos a ver. Después de tanta espera, de tanto nerviosismo, de tanto sudor, de tantas peleas y de tantas disputas, viene a nosotros. Somos, aproximadamente, 600 almas hincadas en adoración a la imagen.
Aquí está nuestro Dios: el Cine.
Algo parecido me había pasado cuando viajé a Mar del Plata el año pasado. Allí vi una reliquia sagrada, “Valentina” de Manuel Romero. Y si bien nadie puede cuestionar las características religiosas de aquel suceso (y de que la esencia divina del Cine habita en ese film), algo me quedaba pendiente, una amarga cuenta que todavía no podía saldar.
Las características de ambas apariciones son, lisa y llanamente, radicalmente distintas. Mar del Plata es una ciudad, a esta altura, consagrada para los que profesamos esta fe. Aquella aparición, ligada a la sonrisa y a las lágrimas de Olga Zubarry, fue auspiciada por Fernando Martín Peña, uno de los sumos sacerdotes de nuestra religión. Lo que quiero decir es lo siguiente: allí las circunstancias para la manifestación de la gracia divina fueron óptimas, ideales inclusive.
Aquí, en el desierto, no tenemos nada de eso.
En el país de las arenas, las visitas de grandes cineastas son momentáneas, y las apariciones sagradas están limitadas a salas de cine semi-vacías o a las pequeñas y solitarias pantallas donde se reproducen las grandes obras maestras de la historia del cine.
Si en Mar del Plata todo parecía cercano, real e increíblemente humano, en San Juan el implacable sol y las lenguas de fuego que descienden de la cordillera borran y reprimen la fe de varios de nosotros.
Otra vez en mi corazón aparece esa amarga cuenta a saldar.
Hace exactamente dos años, y por voluntad y sacrificio de unas pocas personas, apareció una alternativa (aunque en ese momento tan solo fuese una remota posibilidad), un oasis para una provincia sedienta de Cine. La ENERC (la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica) Sede Cuyo funciona en San Juan hace nueve años, pero recién en el 2023 se empezó a gestar una verdadera muestra de cortos abierta al público. De manera definitiva, el desconocido y acorralado núcleo de la escuela sanjuanina decidió abrirse. De esa primera edición tengo pocos recuerdos, probablemente porque, como es costumbre para este humilde cronista, estaba sumido en mis preocupaciones y angustias personales.
En el 2024 la muestra se repitió y esta vez participé más activamente. También fue el turno de proyectar mi tesis. Si bien tengo más recuerdos de esa edición, admito que, una vez más, caí en esa maldita tara. Cuando estás tan preocupado y tan nervioso, no se puede sentir nada.
Todo esto conduce a ese momento del viernes donde no volaba ni el más sutil susurro.
Esta vez las cosas son distintas, para bien o para mal (yo que sé). Estoy atornillado detrás de 3 hombres (totales desconocidos) que controlan las consolas de la pantalla y del sonido, y como no soy el protagonista en ningún sentido (menos mal) me doy cuenta de lo que sucede alrededor mío.
Ahí están, de nuevo, las 600 almas en completo silencio. Todos mirando la pantalla. Todos en celebración del inédito trabajo de mis compañeros.
Tres cortometrajes se desenvuelven frente a nosotros. Los tres son parecidos, comparten ciertos ejes temáticos y argumentales que los hace, indudablemente, hermanos (aquel que los haya visto lo sabe, por el momento prefiero mantener el resto en secreto). Los tres son distintos, cada uno con sus rostros, sus paisajes, sus sonidos y sus corrientes particulares.
Tres cortos arremeten contra nosotros y yo, que finjo exigencia y frialdad, estoy llorando, aunque no se note.
Veo cada plano, oigo cada sonido, noto cada decisión. Frente a mí (y frente a los demás aunque no se den cuenta) se abren tres universos imposiblemente complejos, tres historias que a su vez contienen y canalizan las felicidades, los dolores, los recuerdos, los olvidos y, por qué no, las vidas de aquellos jóvenes realizadores. Esas fibras sensibles, que son las que realmente constituyen la esencia mágica de esta congregación, son reales y se anudan en los corazones y las gargantas de los espectadores.
Todos en silencio. Comulgamos con la imagen.
Cuando los cortos terminan, me escapo, no sé muy bien por qué. Quiero estar solo y no tengo nada que hacer ahí. Esta fiesta no es para mí, sino para mis compañeros tesistas. Que lo disfruten ellos.
Me escapo a la casita de administración de la escuela y me tomo un largo trago de agua. Escondida entre las sombras, con la luz apagada, me mira Ana, la vicerrectora, mientras come galletas de arroz con queso. ¿Qué te parecieron las tesis? me pregunta misteriosamente. No sé si es el cine que me gusta a mí pero sin duda es cine, respondo, totalmente convencido. Estamos de acuerdo. Aunque a priori esta frase parezca un tanto mezquina, en realidad es generosa. El Cine (con C, como lo venimos escribiendo) es algo difícil de hacer, de conseguir. Guste o no la película (que tiene que ver con preferencias subjetivas a las cuáles es imposible controlar), haberlo conseguido es prueba suficiente de las destrezas y sensibilidades del equipo.
Más tarde, y ya pasado el desarme del festival, un querido amigo, responsable del espacio que ocupan estas palabras, me pregunta qué valoración hago del evento. Mi genio me puede y digo una serie de realidades parciales, negativas y fatalistas. En Buenos Aires los de la ENERC son muy coquetos, tienen convenios con los cines y a sus proyecciones va Mirtha Legrand, le digo y con mi radical optimismo remato, acá tenemos cerveza y panchos. Un poco se ríe y prepara su golpe letal. Pero ¿Ustedes quieren eso?, me contesta, derrotando mi esforzado cinismo instantáneamente.
Tiene razón, por supuesto, y una vez más estoy equivocado.
Es cierto que de este lado de la Argentina las cosas no salen tan fácilmente. El implacable zonda y los terremotos han horadado hondo nuestros corazones. Nos hemos endurecido y afilado, de eso no hay duda. No tenemos Mirtha Legrand, ni Fernando Martín Peña, ni gloriosas cintas de fílmico rescatadas de contenedores de basura, es cierto.
Tenemos silencio. Un silencio de veneración, de admiración, de fe. Bajo la luz de la luna nos congregamos 600 corazones a orarle desprejuiciadamente al dios del Cine para que se aparezca frente a nosotros. El silencio es nuestra ofrenda.
La aridez es tan solo de la tierra, nos responde un susurro que pasa desapercibido a pesar de ser lo único que se escucha. Yo lo noto y me veo en la obligación de repetirlo, de gritarlo hasta que alguien me oiga.
Aquí, sometido a las lenguas de fuego de la cordillera, el Cine no es una realidad contundente e inobjetable. Aquí, sembrado con esmero y regado con sangre, el Cine es una promesa, un futuro posible, una oración de salvación para quién escuche y se sume a nuestra misa a cielo abierto.