Mi relación con los clásicos empezó el día en que trajeron a casa las dos primeras entregas de una colección que se vendía en los kioscos de diarios. La colección se llama “Mis primero clásicos”, y también recuerdo otros detalles: los editaba Alfagüara, tenían unas ilustraciones que ocupaban dos hojas enteras, el texto era más bien escueto, las páginas serían entre diez o veinte y las tapas eran duras y de un color azul agradable que invitaba a leer.
Los libros en cuestión eran El Quijote y Romeo y Julieta. No estoy seguro si hasta ese momento hubiese leído dos obras donde los protagonistas fallecen al final. Tampoco puedo recordar cuál fue mi reacción en ese momento, quizás solo un “quiero leer más”. Y así fue cómo, poco a poco, nombres y títulos como Frankenstein, Ulises, Colmillo blanco, Robinson Crusoe o Moby Dick empezaron a sonar familiares. También comencé a tener una idea aproximada de quiénes eran Julio Verne, Cervantes y, mi favorito, Anónimo.

A día de hoy, no estoy seguro de cuál es la forma más adecuada de acercar los niños a los clásicos, no existen las adaptaciones perfectas y, a menudo, corren el riesgo de producir una imagen poco precisa del texto original. Sin embargo, estoy seguro que si no hubiese sido por esos libros azules mi recorrido habría resultado muy diferente y, por eso, siempre le voy a estar agradecido a esa colección (y a mis papás que la compraron religiosamente).
Desde entonces me gustan los clásicos. Disfruto leerlos y disfruto recomendarlos. Sin embargo, noto desde hace un par de años que esas obras parecen haber perdido la centralidad que supieron tener. Hoy, estas obras parecen ser las grandes ignoradas.
¿Pero fue esto siempre así? ¿Qué podemos hacer al respecto? Para responder esas preguntas tenemos que empezar por el principio.
¿Qué es un clásico?
“Clásicos” es un término paraguas que abarca, entre otros, a los poemas homéricos, la literatura del Siglo de Oro, las grandes novelas del siglo XIX, los cuentos de Borges, obras de literatura infanto-juvenil y un vastísimo etcétera.
¿Pero quién decide que es un clásico? Varía muchísimo: tenemos desde los profesores universitarios que deciden qué libros resultan canónicos, los críticos profesionales y, entre tantos otros, el público lector. Es una relación complicada, donde a veces una de las partes se adelanta en el reconocimiento de una obra como clásica. Pero, a la larga, lo que garantiza que una obra tenga este rótulo es que consiga vivir en la memoria de los lectores, incluso cuando no se la ha leído.
Los clásicos son tremendamente diferentes en contenido y forma. Y sin embargo, todos poseen algo en común además de sobrevivir en la memoria de las generaciones: en algún lugar entre la canonización y lo inagotable, hay algo en ellos que todavía hoy espera ser redescubierto.
Todas las épocas tuvieron sus clásicos y todas los leyeron de formas diferentes, es parte de su naturaleza. Nunca sabremos con exactitud qué pensaron los isabelinos cuando vieron representada Hamlet por primera vez, pero podemos estar muy seguros de qué es lo que provoca en nosotros la trágica historia del Príncipe de Dinamarca que no puede parar de dudar sí debe o no matar a su tío.
El ¿ocaso? De los clásicos
Los clásicos, sin embargo, están en retirada. No se trata sólo de tener o no tiempo para leer. Cierto carácter iconoclasta y leve de nuestra época prefiere mirarlos con desdén antes que animarse a relacionarse con ellos. No ayuda que “clásico” sea asociado con solemnidad; no importa que se insista con que El Quijote es un libro gracioso donde al protagonista lo muelen a palos como si fuera el Coyote; para el imaginario colectivo es un libro “serio”, muy “serio”, tan “serio” que aburre.

Muchas grandes obras de la literatura están repletas de humor, chismes y un ritmo punzante que nos deja sin aliento. Pero aún si fueran “aburridas” merecerían nuestra atención y respeto. Hay algunas emociones y estados que requieren de la quietud y la calma, la búsqueda constante de la “diversión” no es otra cosa que la insatisfacción permanente.
Además, es fácil pegarle a aquellas “grandes obras” para aparentar juventud, descaro y jovialidad. Hace unos años, el periódico español El País (uno de los diarios más leídos del habla hispana) tuvo por unas semanas una columna en la sección cultural titulada Clásicos latosos, donde un columnista alcanzó a pegarle unos palitos a Moby Dick, al Ulises y a otras obras que no recuerdo.
Esas obras, nos guste o no, ofrecen un marco de referencia que permite comprender no sólo nuestro pasado sino también nuestro presente; es a partir de ellas que se puede crear, disfrutar y también innovar. Alguien que es ignorante del bagaje de generaciones pasadas está condenado a vivir en un eterno e inmóvil presente: incapaz de generar nada nuevo, incapaz de acceder al pasado.
El repliegue de los clásicos significa perder ese marco de referencia, que queda en un limbo entre el olvido y la indiferencia. Parece fantasioso recordar que hace casi dos siglos
Sarmiento, siempre un paso adelante en estas cuestiones, recomendaba la enseñanza de literatura francesa como esencial para la educación del soberano. En su concepción, ser capaz de relacionarse con la cultura no era el fin, sino el medio para lograr un ciudadano cultivado y curioso, que no renunciara a leer por su propia cuenta las novedades que venían de Europa. Hoy en día, ¿qué diríamos si alguien propusiera algo similar?
Y, sin embargo, esto no siempre fue así: un vistazo a la historia de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX revela que los grandes reclamos sociales llevaban dentro de sí no sólo la democracia y un trabajo digno sino también el reclamo de poder acceder y disfrutar de los bienes culturales a través de la expansión de la educación formal. En una nota anterior, mencionamos el recuerdo de una biblioteca popular donde los visitantes se permitían “hurgar” en la cultura retirando libros, escuchando conferenciantes o charlando con otros lectores.
¿Por qué leer los clásicos?
Pero no se trata de elevar, digamos, a Borges a un sitial de honor donde veneremos su obra y figura. No, eso no soluciona nada. Pero podemos empezar recuperando y defendiendo que leer los clásicos y poder acceder a ellos es una buena idea. Entonces, ¿por qué leer los clásicos de la literatura? Vayamos de mayor a menor.
En primer lugar, los clásicos son parte fundamental del tesoro común de la humanidad y todos tenemos derecho a disfrutar de su riqueza. Es una experiencia tremendamente humanizante y enriquecedora entrar en contacto con literaturas de todas las épocas y de todas partes del globo: podemos conmovernos y reírnos por igual con los viajes de Ulises para llegar a su amada Ítaca, un poema chino, una tragedia shakesperiana o una novela latinoamericana.
Se ha repetido hasta el hartazgo que la lectura ayuda a “enriquecernos”, tanto que se ha vuelto una frase vacía. Y, sin embargo, contiene una verdad elemental: al leer obras de diversas épocas nuestro vocabulario, nuestro lenguaje, se expande y complejiza. Un lenguaje rico no sólo es más hábil a la hora de dar cuenta de las complejidades del mundo, sino que también es más capaz de expresar y entenderse a sí mismo.
Y aquí entra en juego aquella llama inagotable que arde en el corazón de todo gran clásico. En sus páginas, muy a menudo, encontramos la palabra exacta que nos permite expresar aquello que sentíamos y no podíamos nombrar. A riesgo de sonar cursi, para mí leer En busca del tiempo perdido significa poder recuperar momentos y sensaciones que estaban enterrados en mi memoria. No importa que sea una lectura lenta y trabajosa, porque la experiencia es tan bella y gratificante que me hace desear tener todo el tiempo del mundo solo para poder leer con atención cada palabra.
Leer los clásicos está lejos de ser la panacea para los males del mundo. Y, sin embargo, un mundo sin ellos sería infinitamente más pobre y mediocre. Aunque me temo que ya estamos empezando a vivir en ese mundo, me reconforta saber que esos tesoros siguen ahí, esperando a que algún lector se acerque para que le susurren los secretos que guardan.

Desde hace unos meses estoy intentando conseguir Estética de la resistencia del alemán Peter Weiss. Una monumental novela en tres tomos sobre arte, literatura y resistencia durante nazismo. Pese a que no la encuentro por ningún lado (ni siquiera estoy seguro de que se haya traducido al español), hace poco me crucé con un fragmento del primer volumen donde encontré esta oración:
It was not enough to point out that the libraries were open, first you had to overcome the generations-old compulsive idea that the book did not exist for you
No era suficiente señalar que las bibliotecas estaban abiertas, primero tenías que superar la vieja y pesada idea que ese libro no existía para vos.
Este año en Sutura, esta humilde biblioteca intentará poner su granito de arena para combatir la perniciosa idea de que esos libros no existen para los demás.